No hay cosa que me ponga tan mal como cuando cacho a alguien que miente. ¿Qué necesidad?
Lo peor es saber que quieren verte la cara de idiota. Las mentiras salen a la luz; el mentiroso se echa de cabeza el 95 por ciento de la veces –o deja algún cabo suelto– y uno que no es tonto une los puntos y ¡boom! se entera de la verdad.
El fin de mentir es simple, es miedo a la reacción de la otra persona, miedo a las consecuencias. El mentiroso es cobarde.
Ojo, hay quienes no dicen cosas para no herir a otros. Pero si se les pregunta directo lo mejor es una respuesta clara y con la verdad.
El otro día mi esposo me prestó su coche. Se lo fui a dejar a su oficina y al estacionarlo, le pegué en la parte de adelante con un tope. Con las prisas se me pasó decirle y a los 15 minutos recibo un mensaje: “¿Le pegaste al coche? porque abollaste la facia.» Confieso que quise fingir demencia y negarlo (ya saben cómo son los hombres y sus coches), pero decidí decirle la verdad le contesté: «Si, fue estacionando el coche en tu oficina, le calculé mal y le pegué. Lo siento». Fin del drama. Lo comprendió y no se hizo más grande el asunto.
Igual con mis hijos, les he dicho que les prometo no enojarme siempre y cuando me digan la verdad y se ahorren culpar al otro hermano o a elfos mágicos.
Si están junto a un mitómano huyan, huyan lejos porque quien no es honesto y no cumple su palabra, no respeta nada.
La clásica para aquellos a los que les han mentido: