Tres veces salí de la casa de mis padres, la primera por un año de intercambio en la universidad y la tercera para casarme. De la segunda es de la que escribiré hoy:
Mi papá había fallecido dos años y medio antes. Fue una época muy difícil pues mi hermano, mi mamá y yo estábamos enojados con todo el mundo, entre nosotros y con nosotros mismos.
En uno de esos enojos dije: “Hasta aquí”, y mi mejor amiga me dio asilo político. En los cinco meses que estuve fuera me cambié tres veces de casa. Básicamente vivía con mi maleta lista.
El primer domicilio era un depa increíble en Emilio Castelar, el segundo un loft en la calle de Newton, el tercer cambio y definitivo fue a la calle de Platón, quien por cierto dijo: “Ante todo es necesario cuidar del alma si se quiere que la cabeza y el resto del cuerpo funcionen correctamente”.
Y así fue, cuidé mi alma. Estaba tranquila. Mi amiga viajaba mucho, así que pasé mucho tiempo sola. Me levantaba a las 5 de la mañana a leer –extraño esos ratos de total silencio y paz–. A las 6 salía a correr al parque Lincoln (sí, corría), regresaba a bañarme y me iba a trabajar. No ganaba mucho pero me las arreglaba, a veces sólo con una lata de atún y arroz.
Me mandaba sólita. Es una gran responsabilidad ser la dueña de tu vida, tiempo y espacio. No todo fue miel sobre hojuelas, tuve mis altas y mis bajas. Y las bajas, muy muy bajas. Pero ahí conocí a mi roca. De quien me apoyé para salir de esa confusión y tristeza. Con quien sané muchas heridas que estaban todavía abiertas.
¿Debí haberlo hecho yo sola? Tal vez es muy tarde para saberlo. Así sucedió.
Fue una gran lección. Hubo muchas risas, más lágrimas y al final sentí que estaba lista para regresar a casa de mis padres. Con el alma más tranquila y la mente más clara.
Fue grato encontrar a mi mamá igual, no más reproches ni culpas. Reconociendo que la vida puede acabarse en un momento y debemos aprovechar cada minuto de la misma.
Gracias por todo, Sabine. ¡Te quiero!