Maternidad relajada

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Debo reconocer que cuando tuve a mi primer hijo todo fue un caos. Esa época la denomino (nada orgullosa) «los tres meses del infierno»; el peque dormía de día hasta seis horas seguidas y en la noche nada. Saliendo del hospital me dio gripa, diarrea y salpullido en las manos del puro nervio. Dos semanas usé cubre bocas y estuve sin darle ni un beso, por terror a contagiarlo.

En aquel momento ninguna de mis amigas cercanas tenía hijos. Mi mamá me repetía: «Ya se me olvidó todo», entonces convertí la computadora (y http://www.babycenter.com) en mi mejor amiga. Pasaba horas, las pocas disponibles, buscando información sobre lactancia, higiene, educación, tips para dormir al bebé, recetas, en los pocos los sitios disponibles sobre bebés. Todo se me vino encima.

En resumen no sabía nada y nadie me dijo que los primogénitos están hechos a prueba de padres primerizos, realmente me hubiera ayudado.

Mi Biblia fue el libro del Dr. Sears The Baby Book y ahí venía una frase que me repetía una y otra vez: «Lo que no domines esta semana, la siguiente será pan comido».

Así pasamos tres años hasta que mi hijo entró a kínder 1. El primer día lo fui a dejar, esa separación fue muy fuerte, creo que más para mí que para él. ¿Ahora qué iba a hacer con tanto tiempo libre? Mi compañerito de súper, tintorería y de caricaturas se iba.

De regreso al coche me encontré casualmente a la mamá de mi mejor amiga del kínder, la vi y me solté llorando. Me dijo: «Irene, esta es la primera gran separación, los hijos al final se van, ve a los míos ( de cinco hijos, dos viven fuera de México, entre ellos mi amiga, en NY); tienes que buscar algo para ti”. ¡Plop! No sé si fue el mejor momento para recibir esa noticia pero es, sin duda, la cruda realidad. De inmediato me dijo: «Tengo lo que tu necesitas», y me dio el folleto de un diplomado de la UP, llamado Dirección del hogar, era todos los miércoles de 9:00 am a 1:00 pm, a dos casas del kínder de mi hijo.

Lo que más recuerdo de casa de mi amiga es que su mamá, con cinco hijos, siempre tenía todo ordenado, nunca dejó de trabajar y se veía feliz. Así que acepté. Les puedo decir que fue el parte aguas en mi vida de casada. Puso bajo control mi casa y mi estilo de maternidad; logré lo que creí imposible: una maternidad relajada.

Los temas iban desde lavandería y organización de archivo, hasta planeación de menús y organización del tiempo, pasando por limpieza y cata de vinos. Cada semana nos reuníamos 40 mujeres de todas clases sociales y edades, era una gran terapia grupal semanal, cada una con sus experiencias y consejos enriquecía el curso.

Lo más importante que aprendí no fueron las técnicas de desmanchado de ropa o la de higiene en la cocina, que por supuesto me han ayudado mucho, sino lo que la maestra de limpieza nos dijo: «Si las invitan a comer, de viaje o a un café con las amigas o esposo ¡vayan! el tiradero no se va a ir a ningún lado. No se esclavicen. El trabajo de la casa es de lo más ingrato».

Y es así como empecé a delegar, a dejar que otros me ayudaran. Es difícil, pues sabemos que nosotros somos las únicas que hacemos las cosas perfectas o, mínimo, como nos gusta, pero estamos perdiendo momentos con nuestra familia y amigos, o para nosotras mismas.

Así que dejé de querer controlar todo y a todos. Paradójicamente cuando sueltas todo se acomoda. Si los niños me dicen que no quieren que vaya a una cena, les recuerdo que ellos fueron en la mañana a su escuela y jugaron con sus amigos. Así que es mi tiempo de, también, ir a jugar con mis amigas. Entienden perfecto la analogía.

Si planeo los menús con tiempo, voy al súper sólo una vez a la semana, y tengo más chance de escaparme por la mañana al cine. Amo invitar gente a mi casa, los amigos de mis hijos saben que pueden hacer todo el tiradero que quieran (al final ellos solitos se ponen a recoger).

Todo es un equilibrio. Pero lo siguiente es una constante, una ley: mamá feliz, niños felices. Eso para mí es tener todo bajo control.

«Mujer: agarra calle, que el trabajo de la casa embrutece, envejece y nadie te lo agradece».

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Ganar-ganar

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Estaba con los niños en el centro comercial haciendo nada más que window shopping; Max, quien como buen hombre alucina las tiendas, me preguntó que a qué habíamos ido, lo primero que se me ocurrió decirle fue que los había llevado a que escogieran mi regalo de cumpleaños. Pensé que los dos peques me iban a mandar por un tubo, pero no, inmediatamente se dieron a la búsqueda de mi regalo.

Entramos a MAC, y Max me dijo: «Mira, mamá (señalando los labiales), hay muchos colores», y entre los dos empezaron a deliberar cuál era su color favorito para mí; Valeria escogió un rosa Barbie y Max un color vino Morticia, preguntamos el precio: $256.

Salimos de ahí y entramos a otra tienda en la que Valeria escogió una pulsera y un «pinta uñas»; obvio no le iba a alcanzar. Su hermano que tiene más noción de las matemáticas (gracias, Kumón) le dijo: «Hermana, ¿qué te parece si juntamos nuestros domingos para comprarle sólo una cosa, pero buena, a mamá?»

Bueno, yo de presenciar la emoción de los dos por regalarme algo ya traía ojo Remi.

Salimos de ahí y fuimos al súper, los cosméticos estaban al 2×1, Max gritó: «Mami, aquí en lugar de uno nos alcanza para dos, y nos sobra dinero». Valeria exclamó: «¡Mamá, mira, los pinta-uñas!». Max hizo cuentas, y con sus domingos (cuatro efectivos) les alcanzaba para dos labiales y dos barnices (gracias, Julio Regalado)

¿Por qué les cuento esto? Uno, porque estoy rayada con mi súper regalo de cumple; dos, porque en un curso que tomé nos hicieron mucho hincapié en que debemos de dejar que los niños nos retribuyan todos los cuidados que les damos. Los hijos se sienten con una gran carga porque saben lo que hacemos por ellos y siempre tratan de dar algo a cambio.

«Un ser humano se siente capaz y competente en la medida en que se le permita contribuir tanto como lo que se le ha contribuido a él, o más. Un hombre puede contribuir de sobra y sentirse seguro en un entorno. Se siente inseguro en el momento en que contribuye de menos; es decir, da menos de lo que recibe. Si no lo crees, recuerda una ocasión en que todos los demás llevaron cosas a la fiesta, pero tu no. ¿Cómo te sentiste?», dice un texto de L. R. Hubbard sobre el derecho del niño a contribuir.

Recuerdo que cuando tenía como seis años fui de viaje con mis papás y me acuerdo perfecto que llevaba una libreta de notas para escribir todo lo que mis papás gastaban en mí, porque quería devolvérselos después.

Es natural en los niños dar a sus papás: de bebés, sonrisas y pañales sucios (De verdad agradezcan a su bebé que haga del dos como si fuera una fiesta. Verán que el estreñimiento disminuye). Los niños más grandes: un baile, un garabato, una comida hecha con plastilina, una pequeña flor arrancada del jardín.

Si se dan cuenta, los pequeños siempre desean ayudar: limpiando, regando las plantas, echando azúcar al café. No importa qué tan pequeña sea su ayuda, permitan que lo hagan y agradézcanselo enormemente. Eso sí, ármense de mucha paciencia, por si no logran hacerlo bien o hay algún accidente.

Aquí les dejo algunas tareas caseras, por edad, en las que pueden ayudar los niños:

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El día de mi cumpleaños, los dos peques se escaparon a mitad de la comida, a los cinco minutos regresaron y me dieron una cajita con mi regalo. Ellos solitos buscaron la envoltura y la tarjeta. Estaban muy orgullosos de que ese mismo día usé sus regalos.

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Esto es lo que llamo ganar-ganar.

Cuéntale a Dios tus planes

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Hace dos Navidades mi hija se puso mal, fui al otorrino y mientras esperaba, veía a todos los enfermos que llegaban a esa pequeña sala de espera. Estuve a punto de irme porque veía los síntomas de los otros y Valeria era la menos enferma. Al lado de ella había una mujer embarazada, quería decirle que se fuera corriendo, que los bichos se podían ver en el aire.

Total, que después de esperar una hora y media, pasamos. El doctor la revisó, me mandó a hacer una prueba express de influenza y me dijo: «Te doy la receta por si sale positiva». Si, el papel con las letras TAMIFLU. Obvio no, mi hija era la más sana de los presentes.

Fuimos al laboratorio y de ahí a mi casa, quedaron de llamar para darme el resultado. No acababa de cerrar la puerta cuando estaba sonando mi teléfono, era la secretaria del doctor con voz alterada: «Señora, salió positivo, su hija tiene influenza AH1N1»

Fuck

Mi mente se fue a mandarle vibras positivas a la señora embarazada que estaba sentada junto a Valeria para que no se hubiera contagiado.

Fuck

Había mandado a mi hijo a casa de una amiga. Eso me tranquilizó, pensé que ya estaba fuera de peligro, pero me bajaron rápidamente de mi nube; una enfermera que cuidaba a mi hija me dijo: «La incubación es de dos semanas, sólo hay que esperar a que le brote al niño»

Fuck

Entre si eran peras o manzanas le hice la maleta, fui por Max y lo llevé a casa de mis suegros. Lo vi hasta ocho días después. Le dije a mi muchacha que se fuera a su casa. Pedí las medicinas y el kit para sobrevivir a la pandemia que sucedía en mi casa: cubrebocas, Lysol, toallas desinfectantes, alcohol en gel y tres botellas de vino tinto. Jajajajajajaja OK no, el tinto no.

Era 22 de diciembre. Por supuesto no tuvimos Navidad, entre las nebulizaciones, medicinas cada tres horas y mi terror a contagiarme, la pasé fatal.

El doctor dijo que cinco días aislada y ocho en casa era todo. La semana me pareció un mes, pero mi hija reaccionó rápido al medicamento, a los cinco días ya estaba como nueva.

Llegó el 31 de diciembre, después de haber limpiado con Clorox y rociado de Lysol hasta en el último rincón, invité a mis suegros y a mi mamá a cenar a mi casa. Así sin ayuda, yo solita me la aventé, celebramos Navidad y Año Nuevo al mismo tiempo. Se lo debía a mi hija y me lo debía a mí. La pasamos genial, aventamos globos al cielo cargados de propósitos, cenamos y brindamos. A veces se nos olvida que lo más importante es tener salud y estar con los que queremos.

La vida cambia en un momento, por lo que debemos disfrutar y vivir al máximo cada día.

Así que mientras ustedes leen esto, yo estoy festejando mi cumpleaños con mis hijos, esposo, hermano, mamá y suegros. Pienso abrir una botella de champaña, comerme un trozo grande de pastel y dar gracias por este año, por todo lo bueno y lo malo; abrazar a mis hijos muchísimo e ir a una de mis grandes pasiones que es el cine.

Les dejo un video que me recordó el valor de todas aquellas pequeñas cosas que se nos escapan mientras vivimos en el remolino diario

Y no se les olvide:

Foto Irene

Soy totalmente Pancracio

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Iba a cumplir 17 años y estaba a punto de elegir área de estudio en sexto de prepa. Por un lado, mi padre que estudió Administración de Empresas me veía con ojos de que siguiera sus pasos. «Puedo ayudarte a conseguir trabajo más adelante» me decía. Y por el lado de Humanidades, mi opción B era Ciencias de la Comunicación.

Para ayudarme a elegir, mi papá me consiguió dos trabajos ese verano: uno administrativo, en Nafinsa, en el área de créditos a PYMES, y los domingos, en Televisa radio, en un programa de lucha libre en la mismísima XEW 900 AM.

Mi trabajo en Nafinsa fue muy divertido por los compañeros golondrinos (así llamaban a los asistentes que hacían de mandaderos, sacaban copias y eran proveedores de cafecitos a media mañana). Fuera de eso, lo administrativo no me hacía mucha gracia, aunque debo reconocer que mi jefe era un tipazo y hacía todo lo posible por incluirme en juntas y cosas no tan aburridas.

El trabajo del domingo, en cambio, era de lo más emocionante, nuevo y exótico. Fue mi primera vez en una cabina de radio, y no cualquiera, sino por la que cruzaron figuras como Cri-Cri, Pedro Infante y Agustín Lara, entre muchos otros. Como sea estaba en EL Lugar.

Mi trabajo era contestar teléfonos y pasar llamadas al conductor, que era el doctor Alfonso Morales (la voz del comercial de Bodegas Aurrerá, que anuncia a Doña Lucha). Visualicen a una adolescente fresa y completamente ajena al mundo luchístico tratando de entender la pasión que levantan personajes como: El hijo del Santo, Blue Demon, El perro Aguayo, Mil máscaras, Octagón, Kónan y El vampiro canadiense.

Ya que medio sabía los nombres, ahora tenía que identificar a los rudos y a los técnicos. Si, como en toda tragedia griega, hay buenos y villanos. Pero seguía sin saber qué era la lucha libre.

Un tiempo después, el doctor Morales nos dijo que teníamos que ir a ver las luchas y conseguir entrevistas para el programa del domingo. Yo quise hacerme ojo de hormiga, al final sólo contestaba el teléfono; no hubo forma, todo el equipo, los cuatro asistentes de producción (tres hombres y yo), teníamos que ir.

El viernes siguiente estuve muy puntual a las 7 de la noche afuera del gimnasio Juan de la Barrera para presenciar mi primera lucha libre. Nos sentamos en el palco de los locutores; Arturo Rivera que le iba a los rudos y nuestro jefe, el doctor Morales, que era técnico.

Poco a poco el recinto se fue llenando. Los lugares privilegiados estaban reservados para una que otra celebridad. En aquel entonces ocuparon los lugares VIP Eugenio Derbez y su novia del momento, Victoria Ruffo (si, ya llovió, de favor no hagan cuentas), y varios chavos tipo Los Nobles, que iban a echar harto relajo.

La producción no le pedía nada a cualquier evento de Las Vegas: sonido ensordecedor, humo y luces tipo antro para presentar los duelos, sin que faltara la modelo con micro shorts y pendejuela, con el número de combate. Cada luchador fue presentado cual rockstar, sus porras gritaban como si el mundo se fuera a acabar.

Empezó el show; sí, show, no pelea. Es un espectáculo completamente sincronizado. Eso si, todos los luchadores son unos atletas y acróbatas de primer nivel, que se dan con todo y se arriesgan a heridas verdaderas, eso no lo pongo en duda. Lo que llama la atención es el dramatismo que le ponen a cada caída y a cada golpe. Es un circo total y muy divertido. Reí a carcajadas y sufrí por los pobres mortales en las primeras filas a los que, de la nada, les caía encima un sujeto de más de 100 kilos, o tenían que esquivar un sillazo. Definitivamente la lucha libre es deporte extremo arriba y abajo del ring.

Esa primera vez estuvimos correteando al luchador más in del momento: Kónan, el bárbaro. Muy amable, el cubano nos concedió unas palabras; mi misión particular era tomarme la foto con un luchador ex-A-Tec, llamado Latin lover. Busqué y busqué por toda la arena (las puertas del mundo se abren con un gafete de prensa) y lo encontré (les aseguro que es cero fotogénico).

Foto Irene

Fui unas cuantas veces más, siempre fue muy divertido. Mi único objetivo, no alcanzado, fue conocer a El vampiro canadiense que, según las malas lenguas, no cantaba mal las rancheras.

Y si, después de estos domingos de lucha libre y radio, decidí estudiar Comunicación.

Esta canción es un must, siempre que la escucho recuerdo esta época y me pone de buenas:

Me detuve para continuar

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En agosto de 1995 cursé un semestre de intercambio en la Universidad de Wisconsin-Stout. Fue una experiencia increíble, conocí a tres chavas mexicanas que se convirtieron en mis hermanas; a las dos semanas ya tenía novio, el hombre más guapo del campus, y las clases eran pan comido. Todo era perfecto.

Moví cielo, mar y tierra (además de enviar muchos mails) para poder extender mi vida perfecta un semestre más. Y así fue, después de las vacaciones, logré regresar el semestre de enero a junio de 1996 a la tundra; si, el pueblito tenía la misma temperatura que Siberia.

Bueno, pues volví y sucedió que mi novio ya no lo sería por mucho tiempo, parece que como en diciembre no le pude contestar si me quería casar (tenía 21 años), pues no perdió el tiempo y se encontró a otra, mientras estuve en México para Navidad. Todo se me vino abajo.

Mi mamá insistía en que regresara en el siguiente vuelo: «¿Cómo para qué sigues allá?» Después de colgar con ella tomé mi chamarra y salí a clase de Relaciones Públicas, que era los martes y jueves de 2 a 3:30, a esta hora comenzaba a anochecer en enero. Al terminar, caminé de regreso al dormitorio y tenía que cruzar un gran parque. Era un día despejado a pesar de estar a menos 10 grados; hacía frío, pero no viento, así que podía levantar la cabeza y ver el cielo (generalmente uno caminaba rápido y con la cabeza agachada para evitar el aire helado).

En el momento en que vi el hermoso atardecer que estaba sucediendo recordé el consejo de El pequeño instructivo de la vida de observar una vez al año un atardecer. Entonces me detuve, permanecí hasta que el sol se ocultó. No fui la única, se unieron al espectáculo otras personas más.

Mientras la luz jugaba con los colores y cambiaba el cielo, pensé en lo hermoso que puede ser un final, en este caso del día, pero hice la analogía a mi viaje. La solución no era huir, al contrario, era tener un final distinto. Llamé a mis papás y les di la noticia: «Vine a estudiar no a tener novio. Voy a terminar el semestre y me regreso».

No les diré que fue fácil, viví todo un luto. Toparme con el ex y con sus amigos era un verdadero calvario, pero en cuanto lo vi con su nueva novia algo sucedió en mí. Literal, el corazón se me congeló y dejé de llorar por él.

Dos meses después, regresando del spring break empecé a notar que me encontraba muy seguido a un chavo en el gym, en la cafetería, en el auditorio y en el antro. El día que salió el sol (de verdad después de seis meses de nieve y cielos grises, el día en que uno podía salir sin chamarra y ropa térmica era todo un acontecimiento) acompañé a mi roommate a andar en patines y nos vio; más tarde lo vi en el gimnasio y decidió hablarme. Al día siguiente lo encontré en el bar y ya no nos separamos hasta que regresé a México.

El último día que amanecí en ese pueblo, me levanté muy temprano, todavía estaba obscuro y esperé pacientemente el amanecer. Todo era negro y poco a poco el sol hizo su magia, iluminando y llenando el cielo de naranjas y azules intensos. Mi invierno había pasado, fue crudo y doloroso. Estaba ahora terminando ese ciclo junto a alguien que me hizo recuperar la confianza y que me quería, sabía que al final del semestre me regresaría y aún así se arriesgó a enamorarse. Ese amanecer paradójicamente era un final, la promesa de que aún la noche más obscura termina y sigue el día más soleado.

Una vez más me detuve para continuar con mi vida. Siempre buscando cómo lograr un final feliz.
(¿Y el novio número 2? Continuamos la relación por teléfono por más de un año y ahora cada cumpleaños nos mandamos un correo para felicitarnos y ponernos al tanto de nuestra vida. Gran tipo y el segundo hombre más guapo de todo el campus).

Foto Irene
Atardecer/Amanecer. Vale la pena detenerse un momento